Las Puertas Cerradas.
Olivia desconfía de todo y de todos por naturaleza o por designio de alguna mala experiencia no bien elaborada a lo largo de su vida. Es por eso que al recibir el correo electrónico de ese hombre, un pequeño pero intenso escalofrío le erizó el vello de su piel. Olivia miró quedamente el remitente de la correspondencia que le había llegado por la Web. No lo conocía, no sabía quien era. Sin dudas, un atrevido.
Llamó a su hija varias veces. El nombre de la joven se perdía luego de retumbar a lo largo de los pasillos de la gran casa. Después de varios intentos, cansinamente, acudió Verónica, su única hija.
_Ya va mamá, ya va ¿Qué pasa con tanta insistencia?
La madre le señaló la pantalla del monitor de la computadora.
_A ver, fijate. _ Le demandó con el mismo tono de voz de quien acaba de encontrar una rata en la cocina y no se atreve a enfrentarla.
_ Leeme ese mail, algún estúpido, seguramente, que no tiene nada que hacer y se pone a molestar a mujeres solas. Como si una no tuviera pocos problemas.
Verónica río con ganas. Alegremente. Ni lejanamente había heredado el carácter de la madre:
_ ¿Tenés un asuntito, mamá ?¿Un amante secreto, un chonguito virtual ? ¬¬_ La sorna de Verónica se dosificaba emparentada con su risa.
_ ¡No seas insolente, querés ! Bien sabés que luego de la muerte de tu padre…
Verónica acudió rápida hacia el ratón de la computadora. Le urgía la curiosidad y la decisión de abortar un seguro sermón de Olivia acerca de la fidelidad mantenida al esposo fallecido.
Como quien abre un regalo y se desilusiona con su contenido, Verónica comprobó que el virtual amante de su madre era nada más que un nombre de fantasía para enviar propaganda por correo electrónico.
_Viste, mamá. Tan solo basura_ dijo la muchacha con tono de fastidio. _Vos y tu desconfianza.
_La confianza mata al hombre_ aseguró Olivia, ya más compuesta en su habitual severidad.
_ ¿Si la confianza mata al hombre, la desconfianza le va agregando años de vida?, preguntó Verónica con lentitud de aburrimiento.
La madre ya no la escuchaba. Envuelta en la opaca luz de un atardecer que se recogía ante la primera oleada de sombras y bajas luces que trae la noche, Olivia se fue apartando de la conversación que venía manteniendo y con pasos imperceptibles, como un espectro blanquecino, comenzó a acercarse a ese rectángulo azul y helado formado por los ventanales.
Se quedó mirando, deseando abarcar con su visión el largo espacio de la casa que media entre la ventana y el enrejado portón de entrada, atrapada por un impresionante anhelo de seguridad. Todo lo que observaba le devolvía una cálida sensación de tranquilidad. Los perros bravos y entrenados se paseaban inquietos y en alerta. Las luces perimetrales se encendían a toda potencia y en forma automática a medida que la claridad diurna empezaba a menguar y la patrulla de la guardia privada, algunos minutos retrasada según el reloj de Olivia, finalmente le hacia el habitual juego de guiños con sus faros.
A pesar de sus mañas y de su aspecto anacrónico, Olivia era todavía una mujer joven y como tal tenía las urgencias propias de un impulso sexual difícil de reprimir. Durante muchas e interminables noches la computadora fue se aliada. Una acompañante dócil que la introdujo a sitios que jamás su imaginación le permitió siquiera pensar que existieran y donde aparecían hombres y mujeres en una desnudez despojada y salvaje, entrelazados en poses carnales que le aturdían los sentidos y que de habérselas sugerido su marido en vida, ella le hubiese deseado todos los fuegos del infierno. Varias fueron las madrugadas que la hallaron adormecida, empapada en un sudor todavía tibio. Los ojos enrojecidos y fatigados debido a las horas pasadas frente a la pantalla, confundida en una sensación angustiosa e inmersa en la culpa.
Insatisfecha y ebria de soledad.
Pero claro. Algo muy adentro le dijo que eso no estaba bien. Que no era seguro entrar a portales de Internet donde se le pedían datos de suscripción delatores y sospechosos. No, todo la hacía dudar y mucho. Al tiempo se desconectó por siempre de aquellos sitios y la red de Internet pasó a ser simplemente un lugar vedado y que ella se prohibió.
La noche se dejaba pasar mientras Verónica contemplaba a su madre. Una Olivia sentada frente a los ventanales. Delgada, firme y quieta en su postura semejante a el tallo de una flor artificial. La sintió abatida. Notó como las manos de Olivia estaban aferradas al brazo del sillón de madera y se transformaban en los sarmientos flacos de una vid árida, tiñéndose de los colores sepia y secos de las fotos antiguas. El sillón parecía un gigante que acunaba en silencio la figura de la madre.
Olivia, ajena a todo, se sintió confiada.
Segura y tranquila, con todas las puertas de su ser completamente cerradas.
SANGREPOETA.
Pablo Pereyra. Derechos Reservados.