Lavabo domestico de hambruna,
donde hay enjuagues
que digieren hasta el finísimo pecado,
escurrido por el agujero marfileño
del perdón de uno mismo.
Y no hay alfar en el confesionario;
ni un rincón de piedad para mitigarse.
Solo se recuerda,
luces y cirios interinos a medianoche.
Mientras reclusos íntimos,
descolocan hogueras de soslayo;
nichos ululando en alas cadavéricas;
carruajes a caballo bufan lamentaciones.
Espaldas de hombre penitente
marcando cuitas,
al pórtico que amortaja los sueños;
monasterios de lujuria,
a filo de hacha de un verdugo.
Para hoy acampa el campero,
y nos instiga insuficientemente;
suficiente no hasta demás mañana.
De otro modo hubiere quejas,
devanadas en vernal solsticio,
a fuerza descalca gráfilas enmascaradas.
Luego improvisamos de antemano
preguntas desérticas, paradoja campante,
óbito de mendicidad callejera.
¿Para qué importa la ilación titiritera?
Estar vivo en la misma ronda alcohólica;
último capítulo: Juego de cartas y ruleta.
Acaso atañe abrazarse a la vida,
más allá tejiendo historias.
Si estamos muertos de haber vivido,
casi nada, jamás nada al final de la palabra,
ó en el sueño anónimo del Dios errante.