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Recuerdos.
Ese día, el Club estaba de fiesta. Nuestra representante había triunfado en el Campeonato Interclubes de Tirada de Piedra.
Nuestra representante se llamaba Erika y era mi novia.
Yo estaba contento como perro con dos colas y todos los socios me felicitaban, como si hubiera sido yo el triunfador. Cosas del machismo.
Lo único que me apenaba es que iba a estar dos semanas sin verla, porque junto con el trofeo del Campeonato, había ganado el derecho de ir a competir a Alemania, al Campeonato Mundial de Tirada de Piedra.
La invitaban con todos los gastos pagados para ella y para su entrenador. Su entrenador era don Wilmar, un alemán grandote, tío de Erika. Se rumoraba en el Club, que era un criminal de guerra y que en realidad tenía otro nombre y que estaba escondido acá en la Argentina.
Erika, a pesar del rudo deporte que practicaba, era la dulzura personificada. Nunca amé tanto a una mujer como a ella. Su belleza hacía palidecer a las otras chicas del Club. Rubia, se dejaba el cabello con una larga trenza y su piel dorada , mas sus ojos de cielo, la hacían perecer una de esas valquirias de una ópera de Wagner.
Bailamos un rato y ante la envidia de mis amigos, ella me besaba cada vez que podía y me mordisqueaba las orejas y me llenaba de arrumacos.
Su hermano nos vigilaba muy de cerca, porque desconfiaba de mi amor para con su hermana. Había jurado que me descuartizaría si yo la hacía sufrir, aunque fuera un poquitito así.
Y yo estaba seguro que el bestia, cumpliría su amenaza. A él no le importaba que yo me acostara con Erika. Lo que no quería era que ella sufriera en lo más mínimo. Me refiero al sufrimiento moral o espiritual.
También viajaría a Alemania el padre de Erika, don Otto.
Cuando salimos del Club, Erka me dijo:
—Acompáñame a mi casa, así te despides de papá.
Nos fuimos a casa de Erika, para despedirme de don Otto. No estaba y volvería dentro de dos horas, motivo por el cual Erika me arrastró a su dormitorio y me hizo de goma.
Traté de resistirme, sin éxito. Le dije que no tenía protección y me contestó que ella tomaría la pastilla del día después. Que no me preocupara, que cerrara los ojos y la dejara hacer…
No hizo falta que se esforzara por convencerme, ya que soy fatalista y siempre digo que lo que tiene que ser, será.
Después, como siempre, me quedé dormido como un tronco y me despertó el vozarrón de don Otto, quien para despertarme me tuvo que tirar un vaso de agua fría en la cara.
—Ser falta respeto total, con mi casa, con hijita mía, con mi perrsona. Pobre inocente hijita mía, deshonrada por un judío maldito —lloriqueaba el viejo.
—¡Basta, papá! Mi novio no es judío y yo soy bastante adulta para que tú me andes cuidando —le gritó Erika
—Perro si no es judío, entonces ¿Porrqué se llama Mauricio?
Entonces intervine yo, más tranquilo y le dije:
—Vea, don Otto. Mi mamá me llamó Mauricio por un cantante que ella admiraba. Nada menos que Maurice Chevallier.
—Igual yo creer que ser judío. Yo querer ver pajarrito…
Las carcajadas de Erika me hicieron sonrojar.
—Bueno, Mauri ¡Mostrale el pajarito a papá!
Lamentablemente y contra mi voluntad, tuve que pelar.
El viejo me revisó, se sonrió y dirigiéndose a Erika le dijo:
—Vas a ser muy feliz con este hombrre.
No me atreví a decirle que no pienso casarme jamás…